miércoles, 26 de octubre de 2011

Capítulo 2. -El juez del perdón eterno-

El juicio dio comienzo, toda la gente que se encontraba en la sala empezó a murmurar, mucha gente ya sospechaba de mí, de que soy un corrupto, y esto me empezaba a preocupar. Puse orden en la sala, y todo empezó.                                                                                                                                                        El testigo sobornado habló el primero, me sorprendió lo buen actor que era y sus grandes dotes para poner diferentes caras en distintas ocasiones muy oportunas en el juicio. Parece que la gente se empezaba a decantar por el testigo y por mí, sólo faltaba convencer al jurado, aunque sospechaba que también, en su gran mayoría estarían sobornados.

Ya estábamos finalizando el juicio, el jurado me comunicó su veredicto, “CULPABLE”. Lo suponía. Y mi sentencia fue la muerte mediante una inyección letal.

El acusado de hundió en un mar de lágrimas, puso sus manos sobre sus ojos para que la demás no le vieran llorar y supongo, que así conservar lo que le quedaba de virilidad.

Mientras él lloraba, yo me disponía a irme por la misma puerta por la que había entrado a la sala, pensando en por qué alguien soborna a otra persona para que condene a una tercera a muerte sin que la primera pudiese ni tocarlo, o sea, que no era una de esas personas enfermas que sentían cierto placer al matar a otros seres humanos, creo que era otro tipo de enfermo, el cual, simplemente se sentiría aliviado, o lleno de placer o como si tuviese el poder de dios de decidir quién vive y quién no.

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Dirigí mis pasos hacia… digamos, mi despacho personal, donde tenía estanterías llenas de libros de abogacía y demás, y una gran mesa de gruesa madera de roble. En ella reposaban varias fotos familiares, una mía y de mi madre cuando yo era pequeño, y de fondo un caballo blanco. Otra de mí y de mis hijos; estaba con ellos en una excursión que hicimos al lago más cercano, ya que a mi hija pequeña le marea cualquier tipo de transporte.

[…]

Tomé asiento sobre mi silla de cómo regazo. Llamaron a la puerta.

-¡Puede entrar! –dije con una voz un poco más alta de lo normal-

Un hombre pasó, tenía el pelo largo y con bastantes rastas, parecía un payaso porque llevaba cada rasta de un color diferente, si le hubiera puesto en frente de la pared de un colegio infantil, no se notaría la diferencia. Era un tipo bastante raro y peculiar, y llevaba un traje elegante, pero con una marca como si fuera un representante de un hospital o de alguna farmacia y, en efecto, lo era.

-Perdone usted mi intromisión… –carraspeó, se llevó la mano a la boca para tapársela- Perdone. Bueno, lo que le quería contar es básicamente, que su madre está ingresada en el hospital “La Esperanza” porque se le ha detectado un cáncer avanzado.

- ¿¡Un qué!? –Me levanté de la silla, golpeando la mesa con mis manos-

-Siéntese, por favor. No monte espectáculos innecesarios.

Alucinaba. No podía creer lo que estaba sucediendo, ese payaso me daba órdenes y encima venía contándome que mi madre se estaba muriendo.

-Verá … ¿cuál es su nombre, caballero?

-Emilio, me llamo Emilio Fernández.

-Emilio. Verá usted, soy juez, como comprenderá no tengo mucho, bueno ni mucho ni nada, no tengo tiempo para tonterías, asique, por favor, salga de mi despacho y olvidaré esta absurda broma de mal gusto.

domingo, 23 de octubre de 2011

Capítulo 1. -El juez del perdón eterno-

TEXAS, NOVIEMBRE DE 1997.

Volví a hacerlo. Volví a aceptar ese fajo de billetes amarillos, iban dentro de un sobre sencillo, de color amarillo. Me lo guardé en la toga, ya que así no haría mucho bulto, y entonces fue cuando abría la gran puerta, para presidir el siguiente juicio.

 La persona a la que debía de juzgar era un hombre, con unas pintas de drogadicto, que pienso que no evitaría ni con un amplio maquillaje sobre la cara, le hacía falta una buena, duradera y amena ducha con mucho, mucho jabón.

Llevaba la cabeza rapada, y sobre esta un tatuaje, el cual no tenía significado alguno desde mi punto de vista, simplemente eran rayajos para aumentar el miedo hacia él. Unos grandes y gruesos pendientes le perforaban la oreja derecha, en concreto, tres.

 Subí las escaleras dirigiéndome hacia mi asiento, el que presidía la sala; Una ola de calor vino de golpe hacia mí, empecé a sudar y sudar. Saqué un pañuelo  que tenía en el bolsillo para secarme las gotas de sudor.

Después de eso, tomé asiento y di comienzo al juicio, escuché las declaraciones del acusado, de los testigos, y me estaba empezando a aburrir porque sabía de antemano el resultado de aquel juicio, me pareciese lo que me pareciese.

 El acusado se llamaba Frank Simpson, curioso por esta serie que creo que todos conocemos, pero prosigamos, Frank era acusado de, en términos fáciles, “Robo en un banco, a mano armada, con 3 personas muertas y 2 heridos…”

Sólo había un falso testigo, comprado con anterioridad, que decía haberle visto una parte del tatuaje de la cabeza cuándo el pasamontañas que llevaba puesto en la cabeza, se dobló un poco al huir. Pero en realidad, este hombre sólo estaba en este juicio por haber engañado a un hombre de alto nivel, el mismo que me compró a mí y al testigo, y quería venganza con la muerte de Frank.

En este estado de América, existe la pena de muerte, y ese es el papel que yo desempeño, ser juez de vidas humanas. No juzgo a mi parecer, en la mayoría de juicios me sobornan con altas cantidades de dinero, y acepto, no porque yo sea una persona codiciosa, pero sí porque tengo que pagar las sesiones de quimioterapia a mi madre, a cinco enfermeras exclusivamente para ellas, comida también hecha especialmente para ella…

Y esto, con mis 4 hijos, a los que tengo que pagarles un colegio privado, por órdenes de mi ex mujer, a la que también tengo que mantener con la mitad de mi suelo. Hagan cuentas, porque a mí, no me salen.