El juicio dio comienzo, toda la gente que se encontraba en la sala empezó a murmurar, mucha gente ya sospechaba de mí, de que soy un corrupto, y esto me empezaba a preocupar. Puse orden en la sala, y todo empezó. El testigo sobornado habló el primero, me sorprendió lo buen actor que era y sus grandes dotes para poner diferentes caras en distintas ocasiones muy oportunas en el juicio. Parece que la gente se empezaba a decantar por el testigo y por mí, sólo faltaba convencer al jurado, aunque sospechaba que también, en su gran mayoría estarían sobornados.
Ya estábamos finalizando el juicio, el jurado me comunicó su veredicto, “CULPABLE”. Lo suponía. Y mi sentencia fue la muerte mediante una inyección letal.
El acusado de hundió en un mar de lágrimas, puso sus manos sobre sus ojos para que la demás no le vieran llorar y supongo, que así conservar lo que le quedaba de virilidad.
Mientras él lloraba, yo me disponía a irme por la misma puerta por la que había entrado a la sala, pensando en por qué alguien soborna a otra persona para que condene a una tercera a muerte sin que la primera pudiese ni tocarlo, o sea, que no era una de esas personas enfermas que sentían cierto placer al matar a otros seres humanos, creo que era otro tipo de enfermo, el cual, simplemente se sentiría aliviado, o lleno de placer o como si tuviese el poder de dios de decidir quién vive y quién no.
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Dirigí mis pasos hacia… digamos, mi despacho personal, donde tenía estanterías llenas de libros de abogacía y demás, y una gran mesa de gruesa madera de roble. En ella reposaban varias fotos familiares, una mía y de mi madre cuando yo era pequeño, y de fondo un caballo blanco. Otra de mí y de mis hijos; estaba con ellos en una excursión que hicimos al lago más cercano, ya que a mi hija pequeña le marea cualquier tipo de transporte.
[…]
Tomé asiento sobre mi silla de cómo regazo. Llamaron a la puerta.
-¡Puede entrar! –dije con una voz un poco más alta de lo normal-
Un hombre pasó, tenía el pelo largo y con bastantes rastas, parecía un payaso porque llevaba cada rasta de un color diferente, si le hubiera puesto en frente de la pared de un colegio infantil, no se notaría la diferencia. Era un tipo bastante raro y peculiar, y llevaba un traje elegante, pero con una marca como si fuera un representante de un hospital o de alguna farmacia y, en efecto, lo era.
-Perdone usted mi intromisión… –carraspeó, se llevó la mano a la boca para tapársela- Perdone. Bueno, lo que le quería contar es básicamente, que su madre está ingresada en el hospital “La Esperanza” porque se le ha detectado un cáncer avanzado.
- ¿¡Un qué!? –Me levanté de la silla, golpeando la mesa con mis manos-
-Siéntese, por favor. No monte espectáculos innecesarios.
Alucinaba. No podía creer lo que estaba sucediendo, ese payaso me daba órdenes y encima venía contándome que mi madre se estaba muriendo.
-Verá … ¿cuál es su nombre, caballero?
-Emilio, me llamo Emilio Fernández.
-Emilio. Verá usted, soy juez, como comprenderá no tengo mucho, bueno ni mucho ni nada, no tengo tiempo para tonterías, asique, por favor, salga de mi despacho y olvidaré esta absurda broma de mal gusto.
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